Carolina Escobar Sarti, escritora, poeta y periodista 
intelectual inquieta por la historia y los resultados que experimentamos.

“En cuanto a la literatura posconflicto, hubo un pequeño boom luego de la firma de los Acuerdos de Paz en el país, muy amarrado a lo ideológico, a la esperanza, a la necesidad quizá inocente de vernos”.

Por Carol Zardetto | Diario de Centro America

Sientes una identidad generacional con los escritores guatemaltecos contemporáneos tuyos?

Me he sentido un poco sola. Aquí en Guatemala se forman guetos y yo no pertenezco a ninguno porque creo que el gueto es el lugar sin el otro. El gueto tiene una frontera con demasiados candados. En un país tan desempoderado, segmentado y violento como el nuestro, los guetos no nos sirven, pero funcionan perfectamente, pues en ellos priva la lógica de que todo puede pasar mientras nadie se mezcle con el otro o la otra y la diversidad de ideas, de sueños, de propuestas, no dialogue. Aquí hay muchos que aún respaldan el popular aforismo de “cada mico en su columpio”. No nos mezclamos ni siquiera los que escribimos. Cada quien es muy poderoso dentro de su gueto y tiene miedo a encontrarse con quien está afuera, con quien es su diferente. Hemos sido gente de la palabra que no la usa para dialogar entre diversos mundos, sino para evangelizar entre convencidos.

Sin embargo, este sentirme un poco sola me ha permitido hacer otro tipo de acercamientos. He podido –para mi suerte–, transitar intergeneracionalmente. Creo que hay pocos escritores y escritoras de mi edad, y los pocos que estamos nos hemos acompañando escasamente en este ejercicio de la palabra. Como generación nos  vinculamos al conflicto a través de la cultura del silencio. Estuvimos a cinco años de distancia de estar todo lo cerca que había que estar, y a otros cinco de pertenecer a la generación que se distanció más marcadamente del conflicto. Somos la generación de la transición, una generación del interregno, un paréntesis. Hubo una generación perdida en la economía. También creo que la mía fue la generación perdida en la palabra, no por su fracaso, sino por su ausencia. Esa cultura del silencio se expresó, en muchos hogares citadinos, en frases como “estos temas no se discuten fuera de casa”. Los de antes estuvieron en el exilio, tanto si se fueron como si se quedaron. Los de después, en los temas urbanos y existenciales. A partir de la firma de los Acuerdos de Paz, y un poco antes quizás, recuperamos la esperanza y la palabra, pero se nos cayó la esperanza. No pudimos conectar una época con la otra. Estamos en una época posconflicto viviendo una crisis enorme, y solo ahora nos estamos haciendo las preguntas esenciales que debimos habernos hecho antes.

¿Por qué el diálogo intergeneracional entre los escritores guatemaltecos se ha vuelto tan dificultoso?

Al contrario. Tenemos mucho que decirnos. Pero creo que el diálogo se vuelve difícil cuando hay adultos que sienten la necesidad de situarse en púlpitos y no en espacios de conversación e intercambios más horizontales. Esas personas generalmente precisan de grupos o guetos donde se crea ciegamente en su palabra. Me parece que la responsabilidad de abrir este diálogo corresponde más a las generaciones de los menos jóvenes, porque los que entran a la vida están aprendiendo el ejercicio de dialogar a través del ejercicio que hacemos los adultos con ellos y entre nosotros. Pero los pulpitosos no han estado dispuestos a bajarse de su tribuna. Desde allí quieren sostener su aura de iluminación. El problema es el autoritarismo y una bota metida en la cabeza. Esa mentalidad de caudillos ha permeado hasta la literatura. Nos impide comunicarnos más horizontalmente entre generaciones, culturas, géneros. Recuerdo, incluso, que cuando murió uno de nuestros escritores, un discípulo suyo preguntó literalmente: “Y ahora que se murió el patriarca de las letras, ¿qué vamos a hacer?”. Pareciera que estamos demasiado pendientes de que nos respeten, crean ciegamente en lo que decimos, que nos obedezcan o nos endiosen. Nos tomamos demasiado en serio. Desde esa perspectiva, la palabra no se convierte en lo esencial, sino los escritores. Este supuesto nos tiene quebrados.

Sin embargo, generalizar es trivializar. Algunos nos hemos logrado comunicar entre nosotros sin que medie mucho púlpito o sin que esa sea la intención. He tenido espacios de comunicación muy rica con Luz Méndez de la Vega, Gustavo Wyld, Javier Mosquera, Margarita Carrera, Javier Payeras, Alan Mills y Ana María Rodas, entre otros. Y con varios y varias jóvenes también.

El conflicto armado interno es uno de los hitos históricos que más ha impactado el arte en Guatemala, incluyendo la literatura. ¿Qué piensas de esta afirmación? ¿Por qué?

Claro. ¿Cómo ser quienes no somos? ¿Cómo desvincularnos de nuestra propia historia? Incluso cuando se quiere ir por la ruta de el arte por el arte, aún en ese aparente no compromiso hay una posición política frente al mundo. Somos seres gregarios, históricos, imbricados en nuestras particulares historias y formas de conciencia.  Hubo mucha crítica a lo panfletario, pero yo no puedo desvincular, por ejemplo, a Otto René Castillo de su época. Fue totalmente válido y honesto lo que él y otros escribieron en su momento. No quisiera descalificar tan fácilmente lo panfletario o lo aparentemente indiferente.

La literatura de la guerra ha sido descalificada desde lo canónico como panfletaria o testimonial.  Sin embargo se convierte en un referente histórico importante, sobre todo cuando hablamos de poesía, que es la abstracción mayor. Si alguien se detiene a examinar la literatura de la guerra va a encontrar claves importantes para comprender la historia de este país.  Sería interesante poner en un corpus toda la literatura de la guerra. Encontraríamos allí una historia paralela, escrita desde otros códigos.

“Creímos que era solo firmar los Acuerdos de Paz y tener inmediatamente un país nuevo”.

En cuanto a la literatura posconflicto, hubo un pequeño boom luego de la firma de los Acuerdos de Paz en el país, muy amarrado a lo ideológico, a la esperanza, a la necesidad quizá inocente de vernos. Creímos que era solo firmar los Acuerdos de Paz y tener inmediatamente un país nuevo. Ahora está sedimentándose una literatura posconflicto más sólida, pero generalmente no alude al conflicto, porque repito que parece que está mal visto escribir sobre la guerra. Hubo un regreso a preguntas existenciales, a una especie de búsqueda interior, a lo urbano, a repensarse sujeto desde la literatura. Muchos de los escritores llamados canónicos, no quisieron nombrar la guerra inmediatamente después de terminada, porque se veía muy mal, como pasado de moda. El canon mandaba eludir el tema para no caer en lo panfletario. Hubo mucho miedo al panfleto. Estaba todo tan cerca.

Creo que la verdadera literatura posconflicto se escribe desde la distancia (y no solo la geográfica) impuesta por un exilio o un autoexilio, o desde la que se logra estando en el país, desde una condición de extranjería. No muchos consiguen hacerlo, pero no es imposible. No responder a  modas, sino a mi propuesta personal honesta, desde mi compromiso particular con la realidad de la cual formo parte, puede hacer una diferencia.

¿Crees que, en términos generales, la literatura guatemalteca se abre al erotismo? ¿O es una literatura castrada?

Cuando Mario Monteforte Toledo señaló que las escritoras guatemaltecas de los 90 padecían de un “insoportable vaginismo literario”, yo hice el ejercicio de escribir –para mí primero– un ensayo que se llamó El falogocentrismo literario en cinco novelas de autores ‘canónicos’ guatemaltecos (Miguel Ángel Asturias, Flavio Herrera, Tito Monterroso, Mario Monteforte, Marco Antonio Flores), todos del siglo XX. Resulta que allí encontré los estereotipos de siempre: las putas, las violadas, las decentes y sufridas…Todo lo sexual vinculado al poder y al cuerpo como territorio narrativo donde se inscribe una cultura. Ellos sí nombraban, desde los arquetipos usuales, de manera falogocéntrica, el mundo.

Pero cuando las mujeres empezaron a escribir poesía erótica, esos mismos y otros dijeron que por qué usar los nombres y las figuras tan abiertamente si podíamos nombrar lo erótico desde otras sensibilidades: las flores, el paisaje, el mar, etcétera.  Nombrar el cuerpo no, y menos si se trata del nuestro. Total, solo lo que se nombra existe.

Las mujeres que escribimos nos apropiamos de nuestro cuerpo de una manera diferente a cómo los hombres imaginan: no escribimos desde su imaginario, sino desde el nuestro. ¿O no dicen que somos diferentes? En este sentido tenemos ejercicios interesantes de esa literatura de posguerra como los de Regina José Galindo (me masturbo, me masturbo, un, dos, tres) hasta los de quienes nos reconocemos nombrando lo innombrable cuando nos da la gana y nos podemos también acariciar y hasta masturbar dentro de un libro de poesía. Lo hacemos, cuando lo hacemos, porque lo sentimos. E insisto en la necesidad de la palabra honesta, la que respeta y traduce a quien la crea y se hace respetar.

¿Y el erotismo femenino? ¿Crees que es una expresión subversiva en un país fundamentalmente machista?

En Guatemala ha sido subversivo que la mujer escriba. A la mujer en Guatemala se le ha impuesto un silencio ancestral. Por eso nuestra palabra es transgresora en todos los sentidos. Luego, si es palabra que nombra lo erótico, mucho más. El cuerpo de la mujer es el territorio donde se inscribe una cultura, ya lo mencionaba antes. Las madres de la patria en el franquismo, en el fascismo de Mussolini y en el nazismo fueron úteros que servían para preservar una raza, un orden o un sistema político y religioso. Si el cuerpo de las mujeres no molestara tanto al sistema patriarcal, todo el tema de la ablación que se practica a más de 140 millones de mujeres en el mundo contemporáneo ni se habría dado.

Si comprendemos las relaciones de poder que se inscriben en el cuerpo de la mujer, podemos comprender por qué es subversivo que ella se apropie del mismo mediante el abrazo a su propio erotismo y, más aún, si usa la palabra para nombrarse y nombrarlo.

Erotismo femenino en Gua­temala. ¿Más Simone de Beau­voir y menos Anais Nin?¿Qué piensas de ello?

Trato de no responder, en lo posible, un sí o un no de manera categórica porque las preguntas tienen, generalmente, más de una respuesta. Simone de Beauvoir, aquella que expresara que las mujeres “lo queremos todo”, trazó una ruta importante en la definición de que lo personal es también político. Transgresora en todos los órdenes, De Beauvoir se atrevió a pensar, escribir y levantar una bandera, pero en el dormitorio habrá hecho mucho más que Anais Nin, según se puede leer en su biografía. Lo que pasa es que esa parte no se volvió película o libro. Anais Nin, en cambio, se fue por la vida rompiendo todo un sistema de tabúes asociados al cuerpo (¿cuál no lo está?), pero de una manera más individual, menos consciente, sin ningún propósito más que el placer. Jugó con su erotismo a unos niveles inimaginables, quiso solo vivirlo. De sí para sí. Es como volver al tema de la literatura del compromiso y al arte por el arte mismo. No son comparables.

¿Qué voz no se ha escuchado en la literatura del país?

La literatura no está al margen de la cultura del país. Lo que no somos y lo que no hacemos, no lo escribimos. El mundo que no vemos y no tocamos, no lo escribimos. No tenemos humor, no hay humor en la literatura. La homosexualidad es aún negada, la literatura no la contiene. Somos un país de castas, y por ello las personas marginadas, en todos los órdenes, son las voces menos escuchadas en nuestra literatura. De ahí que los periódicos de los sin voz hayan sido siempre las paredes de nuestra ciudad. Mejor, entonces, comenzar por preguntar: ¿qué voces no se escuchan en la sociedad guatemalteca? La respuesta llegará sola.

http://www.dca.gob.gt/cultura5.html

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